Reseña histórica
Notas Históricas. Jujuy, desde el siglo XVI al XX
La conquista y ocupación definitiva de la actual provincia de Jujuy fue parte del proceso de invasión española y fundación de ciudades entre las décadas de 1540 y 1590, momento de formación de la Gobernación de Tucumán y por cuya causa se afianzó el dominio hispánico hacia el sur del Virreinato del Perú. El sistema colonial en la región quedó instaurado mediante la entrega de tierras, el reparto de la población indígena conquistada y la tercera refundación de la ciudad de Jujuy con la puesta en funcionamiento del cabildo (en 1593).
Con una veintena de familias vecinas en promedio inicialmente radicados en el contorno urbano, la creación de la ciudad de Jujuy generó el marco propicio para la puesta en funcionamiento de su cabildo local el mismo día de su fundación. En el cabildo convergió la representación política de los blancos residentes en la ciudad y propietarios de inmuebles quiénes gozaban de plenos derechos. Así se fue consolidando el poder económico y político de los españoles sobre un área de numerosa población indígena asentada en la región de la Puna, Quebrada y de los Valles Jujeños, dotadas de una compleja organización social y que resistieron a la conquista, hasta su decisivo sometimiento hacia fines del siglo XVI. Como resultado de este proceso hubo un quiebre demográfico que hizo reducir substancialmente el número inicial de indígenas. Pero no toda la población pre-hispánica del actual territorio de Jujuy fue reducida al poder colonial al término del siglo XVI, quedando al margen los que habitaban el borde oriental de la Gobernación del Tucumán y las sierras subandinas, conocido como el Gran Chaco. Durante todo el siglo XVII la zona funcionó como una frontera de guerra, con acciones periódicas de parte de los indígenas como incursiones y correrías sobre las estancias, haciendas y pueblos de indios colindante con la propia ciudad de Jujuy y contrafuertes de la Quebrada de Humahuaca.
Con el descubrimiento en 1545 de los minerales de plata en Potosí y su posterior conversión en principal polo minero de los andes centromeridionales toda la Gobernación del Tucumán y, en ella, la jurisdicción de la ciudad y campaña de Jujuy quedó implicada en el funcionamiento de un importante mercado interno. El fenómeno se tradujo en la constitución del reconocido “espacio económico peruano”. La actividad minera altoperuana reubicó estratégicamente a la ciudad de Jujuy, como principal zona de paso en su conexión a la Gobernación del Tucumán y del Río de La Plata. En esa ruta comercial la geografía obligaba al recambio de los medios de transporte desde la carreta al lomo de mula en la dirección sur-norte, y viceversa en el tránsito norte-sur. La producción local se perfiló en función de las demandas de esos centros mineros (Potosí, Porco, Oruro, Chichas, Lípez y la puna local), especializándose en la cría y engorde de ganado vacuno para la provisión de charqui, sebo, grasa, fabricación de velas y jabón. Otro rubro fue la compra de mulas en las pampas del litoral atlántico y el servicio de invernada para uso del ganado mular como medio de transporte. Un intenso mercado regional alimentaba una red de circulación de variados productos entre los que contaban los alimentos, los animales de carga, aguardiente y vinos, coca, tejidos, herramientas, madera, etc. Jujuy adquirió en ese circuito comercial el carácter de centro exportador de bienes de producción propia y de reexportación de productos procedentes de ultramar y de otras regiones circundantes.
El último siglo de dominio colonial generó otro contexto socioeconómico y político para Jujuy. Las transformaciones experimentadas fueron parte de un cambio más amplio, introducido por la nueva dinastía reinante en España, conocido como las Reformas Borbónicas. Así, Jujuy se integró a la Intendencia de Salta del Tucumán, con sede capitalina central en la vecina ciudad de Salta, y como parte integrante del nuevo Virreinato del Río de La Plata (creado en 1776). La producción de metales altoperuanos comenzó a recuperarse desde a principio de 1700, tras un prolongado ciclo de retracción, y desde mediados de ese siglo el tráfico mercantil se orientó hacia el Atlántico, por la habilitación del puerto de Buenos Aires, reorganizando el anterior circuito. El tráfico que fluía desde las minas al puerto y desde el puerto a las minas reactivó la función de centro de abastecimiento de la ciudad de Jujuy, fortaleció la práctica de la arriería y el comercio de mulas y ganado vacuno. Esta nueva fase creó las condiciones para un importante crecimiento económico.
La avanzada sobre la frontera oriental del chaco jujeño constituye otro hito central de los procesos sociopolíticos y socieconómicos del siglo XVIII, con importantes consecuencias. Otra política de defensa a las incursiones indígenas se hizo mediante la fundación de reducciones jesuíticas, la reanudación de campañas militares conocidas como “entradas al chaco” y la fundación de los fuertes de Ledesma y Río Negro. Además de asegurarse la frontera, este procedimiento, por un lado, incorporó vastas extensiones de tierras que fueron cedidas nuevamente en merced real a los partícipes de las campañas militares, componiéndose nuevas haciendas y propiedades que muy pronto acentuaron el perfil productivo azucarero y, por otro lado, las reducciones indígenas fundadas por las órdenes religiosas asumieron un importante rol en la provisión de mano de obra a dichas haciendas.
Luego, la historia de Jujuy durante gran parte del siglo XIX transcurrió con la presencia casi permanente de la guerra. Los enfrentamientos bélicos, las movilizaciones y reclutamientos militares, los acuartelamientos, las ocupaciones territoriales de fuerzas en disputas, las requisas, las levas, las contribuciones forzosas, fueron prácticamente un orden del día en la cotidianidad provinciana por más de seis décadas luego de la Independencia. El moderado éxito encontrado por la economía de la región en su articulación al mercado interno altoperuano se vio coartado con la nueva situación que inauguró la etapa independentista y republicana, incidiendo en los ritmos, flujos, dinámica y dislocaciones de los mercados de exportación-importación de este territorio, en las estrategias fiscales ensayadas para sostener los conflictos, en los impactos sobre los actores involucrados en el comercio y en ciertas proyecciones sobre las estructuras productivas locales. Ciertamente, hacia mediados del siglo XIX se había reducido la “bonanza” en el espacio jujeño y solo lograba la “supervivencia”, la sociedad estaba empobrecida a costa de las guerras y de los saqueos de ganado.
Al término de los años 70’ del siglo XIX Jujuy había logrado construir una primaria organización estatal como provincia autónoma, luego de concretar su independencia como ciudad subordinada a Salta, a mediados de la década de 1830. Desde 1853 también se había iniciado la carrera de integración al estado nacional argentino y desde esa órbita gubernamental se fueron estableciendo una serie nuevas instituciones judiciales, militares, educativas. Entonces las transformaciones en materia socioeconómica cambiaron fuertemente la fisonomía provincial. En el marco del desarrollo agroexportador de la pampa argentina de fines del siglo XIX, la construcción de un mercado interno de carácter nacional, su conexión a través de una red ferroviaria, Jujuy perfiló la impronta agroazucarera que la caracteriza hasta el presente.
Fue en la frontera del borde oriental chaqueño donde se afianzó paulatinamente el modelo de especialización azucarera, para provisión y consumo del mercado interno, bajo el patrón de ingenio- plantación. Es decir, un sistema socieconómico donde la misma unidad productiva y empresarial combinaba bajo una misma firma propietaria, la plantación (una gran extensión de tierras donde se producía la materia prima en gran escala) y la fábrica, el ingenio, donde se procesaba la materia prima. Tres de las haciendas formadas en esa zona subtropical y de valles bajos se reconvirtieron tecnológica y organizativamente desde la década de 1870, iniciándose la era del despegue de los ingenios modernos. La hacienda de Ledesma, de la sociedad “Ovejero y Zerda” instaló maquinaria moderna traída de Inglaterra y asoció nuevos capitalistas que dieron forma en 1901 a la “Compañía Azucarera Ledesma”. Ya en 1914 se convirtió en Ledesma Sugar Estates and Refining Company Limited, propiedad de los franceses Henri Wollmann y Charles Delcasse. En la hacienda de San Pedro se conformó el Ingenio la Esperanza que también instaló trapiches de hierro y centrífugas a vapor importados desde el extranjero. El asistente técnico encargado de poner en funcionamiento esas innovaciones, el inglés Roger Leach, prontamente se asoció a la familia propietaria originaria de origen salteño, Aráoz. Con predominio de los capitales extranjeros en 1912 se transformó en Leach’s Argentine Estates Limited. Finalmente, en 1892 se formó el ingenio “El Porvenir”, con asociación de capitales locales y alemanes; luego transformado en 1902 en la Esperanza y de propiedad de una firma suiza. Se consolidó un patrón de fuerte concentración de la riqueza en este sector de la actividad económica provincial y los latifundios cañeros se comportaron como entidades autosuficientes. Acompañó el proceso de expansión del mercado y de la producción de caña, azúcar y alcoholes el tendido ferroviario de la línea del ferrocarril del estado Central Norte, que arribó a la ciudad de San Salvador de Jujuy 1891, se extendió hasta el emplazamiento de los ingenios en los primeros años del siglo XX.
La importante población indígena de la sociedad jujeña fue altamente afectada con las transformaciones que siguieron en el siglo XIX, la independencia, la república liberal y la consolidación del modelo agro-azucarero; tanto de las fracciones reducidas y dominadas al termino de la conquista española, como de los indios “salvajes” de la frontera chaqueña. Uno de los procesos centrales fue la desarticulación de los pueblos de indios y de las tierras comunales. Al iniciarse la etapa republicana, la situación en la Puna no tuvo variantes hasta la década de 1870, cuando los antiguos indios de la encomienda de Casabindo y Cochinoca, por entonces en condición de arrendatarios, querellaron por la fuerza y la vía legal el reconocimiento de sus derechos a la tierra comunal de antaño, cuestionando la legalidad de quienes detentaban entonces la propiedad: la familia Campero, heredera de los antiguos encomenderos y propietarios de mercedes reales aledañas. El primer desenlace fue la conversión de estas tierras en propiedad pública, tras desatarse una rebelión campesina en 1872 y ser derrotada en emblemática la batalla de Quera (1875). En la Quebrada de Humahuaca la tierra comunal que aún estaba en poder de los indígenas pasó jurídicamente a la figura de tierra fiscal en la década de 1830, cuando una ley provincial adoptó la medida. En poder del Estado estas tierras fueron redistribuidas en gran medida entre los antiguos comuneros, en arriendo y/o en enfiteusis. La privatización de estas tierras comenzó antes que en la Puna; desde 1860, una ley ordenó la venta del dominio directo. Más adelante, la década de 1890 marcó una etapa de activa política sobre la tierra pública tanto en la Quebrada como en la Puna, elaborándose y poniéndose en práctica un amplio paquete legislativo que buscaba rematar la propiedad fiscal, el “perfeccionamiento” de los títulos y la privatización de la propiedad. Recién entonces comenzaron los procesos de mercantilización en la Puna mediante la enajenación de las tierras que habían sido declaradas fiscales dos décadas atrás, reglamentados por una ley de 1891 y otra de 1893. Fueron muy limitadas las posibilidades de acceso a la propiedad para los campesinos indígenas del lugar, promoviéndose, a la postre, una situación reproductora de la hacienda y de los lugareños como arrendatarios. Este proceso en la Quebrada de Humahuaca hizo que la mayoría de las parcelas quedaran en manos de sus moradores naturales, pero las mejores tierras, a su vez, fueron captadas por funcionarios y jefes militares foráneos al lugar.
Por otra parte, la reconversión de las haciendas azucareras en modernos ingenios desde la década de 1870 acentuó el carácter de provisión de mano de obra de los grupos indígenas chaqueños. Si bien esta incorporación venía siendo practicada desde fines del siglo XVIII, ahora se hizo explosiva. Hacia comienzos del siglo XX la afluencia indígena para trabajar en los ingenios de la región se calcula en 10.000 personas. Tal movilización se hizo a fuerza de coacción extraeconómica, engaño y uso de la fuerza pública. Tanto en el reclutamiento como en la retención de esa fuerza de trabajo se uso la violencia, provocando una brutal explotación. Desde la década de 1920 paulatinamente se fue reemplazando el componente indígena chaqueño por otros campesinos de las tierras altas y del sur de Bolivia. Ya en la década de 1930 las transformaciones en el uso de los recursos naturales por parte de los indígenas del sector andino y un fuerte deterioro de la economía campesina de autosubsistencia que los mismos practicaban, favoreció un sistema por el cual el pago de la renta de tierra que ocupaban en calidad de arrendatarios comenzó a hacerse mediante trabajo en las plantaciones azucareras. Los ingenios instalaron sus administradores en las haciendas de la quebrada y la puna, los mismos actuaban como contratistas de mano de obra, asegurando que la mayor cantidad de indígenas cumpliera con sus obligaciones, acudiendo inclusive a castigos personales.
La prédica de la democracia de los gobiernos radicales en la década de 1920 incorporó en su agenda el antiguo problema del acceso a la tierra por parte de las comunidades indígenas de las tierra altas, también asediadas por las características que adquirió la incorporación creciente al mercado laboral del complejo azucarero y también minero. La negativa al pago de cuantiosos y arbitrarios arriendos de esta población se sumó a nuevos alzamientos. En consecuencia, la situación social plasmada por los arrenderos dio cause a la gestación de diversos proyectos tendientes a resolver la temática. Ese accionar político llegó a plasmarse inicialmente en 1930 en la sanción de una ley provincial que disponía la compra y expropiación de los latifundios para cesión a los arrendatarios. Sin embargo, ese plan se concretó con la llegada al peronismo al poder. Mediada por la marcha a pie de un contingente de 100 campesinos de la región a Buenos Aires, entre mayo y agosto de 1946, conocido como el “Malón de la Paz”, por intermediación de Anibal Tancose introdujo en el congreso de la nación, de nuevo, el proyecto de ley de expropiación de latifundios. En consecuencia, el 1º de agosto de 1949, el presidente Perón firmó el decreto Nº 18.341, por el que expropiaba los latifundios de la Quebrada y la Puna jujeñas, pasando estos a propiedad del Estado. En esa cuestión tan presente a lo largo de la historia de Jujuy, un nuevo estadio sobrevino cuando la Argentina aprobó en 1992 del Convenio 169 de la OIT sobre “Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes”, junto al reconocimiento en la nueva Constitución Nacional, reformada en 1994, de la existencia étnica y cultural de los pueblos indígenas y sus comunidades, abriendo las puertas a la adjudicación en propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente venían ocupando. El primer efecto de la nueva legislación en Jujuy fue la expropiación a mediados de la década de 1990 de la finca “Tumbaya Grande” a favor de las familias de arrenderos allí radicadas. En los años siguientes se asistió a la organización de numerosas comunidades aborígenes en el territorio provincial, la mayoría en las tierras altas.
En materia económica el siglo XX fue también el del surgimiento y consolidación de un Jujuy minero y tabacalero. El modelo agroexportador de finales del siglo XIX arrojó piezas sueltas en su crecimiento. Efectivamente, desde los coletazos de la Primera Guerra Mundial y durante la década de 1920 se estamparon diversas cuestiones de una realidad nacional inesperada y frenada en su “progreso”. La desatención del mercado interno, la debilidad de la industria y otros sectores urbanos, la carestía de viviendas, la concentración y el monopolio de la propiedad de la tierra y el desequilibrio regional, fueron algunas de las deudas pendientes enunciadas entonces en el catálogo de problemas por resolver. Con ese telón de fondo, a escala regional comenzó a cuestionarse la existencia de una estructura económica dependiente de la actividad azucarera. Una de las principales voces locales emisora de estos problemas fue Benjamín Villafañe, radical antiyrigoyenista, gobernador entre 1924 y 1927. Jujuy ensayó en la década de 1920 la implementación de las primeras leyes de promoción industrial a nivel nacional. Aunque muchas de esas propuestas iniciales no prosperaron en el nivel deseado, se motorizaron dos importantes actividades. Jujuy tenía una tradición minera colonial, sin embargo los desajustes institucionales y materiales provocados por las guerras del siglo XIX habían desalentado la actividad. Un nuevo impulso sucedió desde fines de esa centuria encontrando en la minería del borato el inicial afianzamiento del sector. La explotación del bórax, un cristal blanco que alimentaba ramas industriales mundiales como la cerámica, el vidrio, la farmacéutica y de fertilizantes, se extendió en el corazón de la puna jujeña desde 1895, liderando Compañía Internacional del Bórax, que era un consorcio mundial de capitales belgas, ingleses y norteamericanos. Ese sector le dio certera dimensión internacional a la minería jujeña a la vuelta del siglo XX, ya que fue el primer producto de exportación articulado la demanda mundial de la época, mucho antes de implantarse las plantas productoras de plomo, estaño y zinc.
Efectivamente, en la década de 1930 recién despegó un modelo de megaminería de explotación metalífera (estaño, plomo, zinc, plata, hierro), con la puesta en funcionamiento de las plantas de Mina Pirquita (de la firma Pirquitas, Picchetti y Cía) y Mina El Aguilar (a cargo de National Lead Company). Un poco más tarde, en 1941, se descubrió mineral de hierro en las serranías de Zapla dando impulso a la instalación estatal de Altos Hornos Zapla. Hacia mitad del siglo XX este sector, con 14 establecimientos instalados en la provincia, comprendía el 7% y el 35% del capital industrial por valor agregado de la Argentina y de Jujuy, respectivamente. Además, involucraba al 40% de los obreros empleados en la rama industrial jujeña. Hasta comienzos de la década de 1990 la minería jujeña se posicionó muy fuertemente en el concierto nacional; desde entonces se acentuó un nuevo contexto global para el desempeño de la actividad generando una fuerte reestructuración del modelo productivo en práctica. En 1985 se había producido la crisis terminal de Mina Pirquita por el colapso internacional de los precios del estaño, con fuerte impacto social. Por su parte, El Aguilar cambió de dueños y redujo drásticamente su producción. A su vez, en el año 1992 se habilitó la licitación para la privatización de Altos Hornos Zapla. Este complejo minero-forestal-siderúrgico ya había iniciado desde mediados de los años 70’ un proceso de racionalización y reducción de gastos por el que de unos 8000 trabajadores se llegó a 2.560. Tras la privatización hubo una nueva reducción de puestos de trabajos provocando inconmensurables consecuencias sociales. Con la excepción de esta paradigmática empresa que en sus orígenes fue estatal, las plantas azucareras, las mineras metalúrgicas, constitutivas de la dinámica económica central de la provincia, persistieron en el tiempo como organizaciones de enclaves.
Finalmente, entre las décadas de 1940 y 1950 comenzaron los primeros ensayos de plantación de tabaco en la provincia, y en los años que siguieron a 1960 terminó por consolidarse esta actividad. Durante esa coyuntura, por un lado, reinaron a escala extra- regional condiciones de concentración comercial de fábricas de cigarros y desnacionalización de las mismas, por otro lado, a nivel local, una conjunción de instituciones y legislación favorecieron el crecimiento de la producción tabacalera. Así, fueron de vital importancia la creación de la Cámara de Tabaco, la fundación de la Cooperativa Tabacalera de Jujuy, la puesta en vigencia del Fondo Especial del Tabaco y la promulgación de la “Lay del tabaco”. Luego, la expansión de los cultivos de tabaco derivó en una crisis de sobreproducción que obligó a profundizar el perfil exportador. El impulso exportador trajo aparejado una reconversión tecnológica en cuya actuación fue muy importante el accionar de la Cooperativa de Tabacaleros en el caso de Jujuy (el 1980 esta institución procesaba el 60% de la producción local). Desde mediados de la década de 1980 y principalmente en los años esta rama se vio afectada por la importación de tabaco y cigarros y la orientación desregulatoria del Estado. Desde 1991, la orientación desreguladora de los tiempos neoliberales comenzó por amenazar el Fondo Especial del Tabaco, duramente resistido por la lucha de los actores ligados al sector.
Cecilia Fandos
Doctora en Historia.
Investigadora del CONICET y docente de la Universidad Nacional de Jujuy
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